miércoles, 8 de diciembre de 2010

De artistas callejeros.

Parece que en los fríos días de invierno que preceden a la Navidad, la gente se siente conmovida por las condiciones que soportan los artistas callejeros y aligeran los bolsillos más alegremente que el resto del año. Es por eso que todo el que sabe hacer algo, incluidos los tunantes, se tiran a la calle a probar suerte en una época en la que el dinero fluye y la gente necesita congraciarse, aunque sea por un par de centavos, con los que menos tienen.

En mi trayecto a la oficina, atravieso una de las calles peatonales más concurridas de la ciudad. Estas idas y venidas diarias me han ayudado a conocer de vista a casi todos los personajes que se buscan la vida en esta zona repleta de tiendas. Hasta ahora he descubierto cantantes de pop, tenores, músicos kurdos, rusos o húngaros, magos, contorsionistas africanos, varias acordeonistas rumanas con perro, un guitarrista country en tanga y botas de cowboy, un loco que hace como que toca y una banda de pedigüeños cojos, pero de pega, cuya procedencia ignoro.

Algunos arman un auténtico revuelo y concentran a numerosos curiosos y turistas ávidos de llevarse una foto a casa. Sin embargo hay otros que, aunque parezca mentira, no saben ni cómo sujetar el instrumento que portan y por mucho que se empeñen, no consiguen sacarle más que un aullido imposible, eso sí, sin ruborizarse ni un poco.

De todos ellos, el que más me llama la atención es un flautista majareta. Cada vez que me encuentro con él, un mulato alto y nervudo, está en pose de haber acabado su interpretación, enjugándose la frente, mirando como al vacio después de un enorme esfuerzo interpretativo. Si me paro un rato y le observo, le veo llevarse la travesera a los labios y empezar a soplar como si quisiera sacar un sapo que el instrumento se hubiera tragado. La gira, la mira y la remira, sopla de nuevo pero no la desatasca. Los lamentos que salen de la flauta, llaman la atención de todo el que pasa y la gente acaba pensando que el músico tiene algún problema “técnico”, lo que siempre le reporta algunas monedas. Sólo el que tiene paciencia y alarga la espera, se da cuenta de que aquello no pasa de ser un concierto de pedorretas y salivazos. Y todas las tardes la misma función, una tras otra.

Pero algo de mérito debe tener, pasar las horas con los dedos y los labios congelados intentando mantener el tipo y la dignidad, aunque sólo sea a base de un guión bien estudiado. La cabeza se le fue, sin duda, no sé adónde, tampoco sé cómo llegó hasta aquella esquina y tampoco por qué se quedó.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Los mercados de Navidad.

Parece que el frío ha llegado. Lo sé, porque ya no es suficiente el abrigo y las botas para tener el cuerpo caliente. Han llegado esos días, en los que el aire seco corta la cara y hay que echar mano de un gorro para que los oídos no duelan, para protegerse como sea de ese viento escurridizo que se cuela, helado, hasta el cuello.

Hoy tenemos una de esas frías mañanas de cielo gris, con un aspecto plomizo muy particular, como esos días en los que las gotas de lluvia se convierten, sin darte apenas cuenta, en copos de nieve que vuelan por todas partes. Sólo la idea de que puedan aparecer las primeras nieves, me pone de buen humor, me gustan los climas desapacibles, cuanto más mejor.

Pero no importa lo incómodo que pueda ponerse el tiempo, la gente sigue haciendo vida normal, disfrutando de la fría cerveza de barril, aunque en su recorrido te hiele la garganta y del helado italiano, de las terrazas al aire libre, con manta y calefacción y del transporte en bicicleta, la mejor alternativa al metro.

Y con los gorros y las bufandas llegan también los tradicionales mercados de Navidad. El inicio de la temporada es un acontecimiento en la ciudad, ya puede helar o tronar, que la gente no pierde la oportunidad de acercarse a uno de ellos a compartir un buen vino caliente con los amigos. El que venga a hacer turismo, no se lo debería perder.

Mi preferido es el que se instala a los pies de la catedral, del Dom. Me encanta tomar un Glühwein junto a los muros y levantar de cuando en cuando la mirada para encontrarme con las magníficas torres de la catedral que parecen trepar infinitas por el cielo. La noche es el mejor momento, cuando las luces encienden con mil colores la plaza y los grises contornos góticos de otros tiempos se pierden en el color de la noche.

Las casas de madera, agrupadas en callecitas, venden de todo. No hay que perderse los dulces típicos de la época, las famosas galletas Spekulatius, el Christstollen, o las delicias de mazapán. Es también un buen lugar para encontrar un regalo, zapatillas y gorros de piel, velas, textiles, adornos de cristal o madera y cualquier cosa que tenga que ver con la Navidad.

Al final del recorrido hay que dejarse llevar por el delicioso olor que despiden los locales de comida y probar las típicas salchichas asadas, el Reibekuchen con compota de manzana o los pinchos de cerdo asado que se vende por metros, lecker!. Y por favor, no olvidéis tomar un Glühwein, el vino caliente especiado que sabe, como nada, a Navidad alemana.

Os deseo el mayor de los placeres, Zum Wohl!



martes, 9 de noviembre de 2010

Personajes de la vida cotidiana.

Uno de los oficios que se ejercen en Alemania y que por mucho que me acostumbre no deja de sorprenderme, es el de cuidadora-limpiadora-de-baños-en-tiempo-real. Este quehacer es ejercido casi siempre por señoras, en su mayoría alemanas, que habitan en los baños de bares y restaurantes durante las horas punta del día.

Es un tipo de servicio muy común en países latinoamericanos y en locales de gran lujo en todo el Medio Oriente, pero se hace extravagante en una Europa tan poco orientada al servicio, donde el cliente se las apaña como puede o le dejan.

Esta ocupación surgió en Alemana, seguramente, por las necesidades de un país en donde beber cerveza es algo así como un deporte nacional al que se adora y del que hay que ser hincha, cuanto más mejor. Todo el mundo lo practica, el sexo o la edad no es determinante en absoluto. Uno se puede encontrar con innumerables pandillas de octogenarias de pelo blanco que levantan una cerveza tras otra con una gracia sin igual mientras gritan “Prooooooost”. Me entusiasman, quiero ser como ellas!.

Si alguna vez se te ocurre pedirte un vino en una de estas fantásticas y animadas Brauhäuser, te verás expuesto a la mofa pública y te mirarán como si estuvieras enfermo, o lo que es peor, como si fueras un zoquete sin idea alguna de lo que pasa en el mundo. En tal caso, prepárate para reírle los chistes al bodeguero, es lo que toca.

Pues bien, de todos es sabido, las irrefrenables ganas de ir al baño que produce la cerveza, sobre todo si se consume, como aquí, siguiendo el mismo patrón de consumo que el agua. No hace falta que diga que tal urgencia hace que uno de los sitios mejor visitados de estos establecimientos sean los servicios.

La mayoría se encuentran en el piso de abajo, al final de una larga escalera. Qué queréis que os diga, no me parece el mejor lugar, teniendo en cuenta la dificultad que experimenta la gente para bajar las escaleras con cierta dignidad a medida que avanza la noche, pero ya lo dice Merkel, el que quiera vivir aquí que se adapte!

Una vez salvada la escalera, en un rellano habilitado para tal fin, es donde encontrarás a una señora de delantal blanco que con mucho remango va y viene con un trapo en las manos. Las más avispadas, no pierden el tiempo ni con trapos ni con bobadas y pasan la tarde y la noche, sentadas junto a una mesita de camilla en la que hay un plato con unas pocas monedas. La actividad de la dama consiste en vigilar a todo el que sale y controlar como un terrible guardián que todos dejen un donativo apropiado a sus expectativas.

Cada vez que un par de monedas caen en el plato, las hará desaparecer en su bolsillo a velocidad de vértigo, dejando sólo el señuelo. Supongo que la experiencia les ha dicho que separarse del lugar de las propinas les reporta pérdidas y tener el plato lleno, también.

Si no conoces la costumbre, andas sin monedas o te has dejado el bolso arriba, verás que la mujer, otrora sonriente, se convierte en un miura malhumorado que te mira con desprecio y que bufa y rebufa acordándose de tus muertos. No te dejes intimidar, para los clientes no es obligatorio.

Este patrón lo he encontrado en todos los sitios sin diferencias sustanciales, ni siquiera de humor. Sólo hace algunas semanas, encontré a un personaje muy diferente en los lavabos de una pastelería que frecuento. Se trata de una señora africana de cara descolorida y turbante desmelenado. Da igual qué día, ella siempre está ahí, medio recostada sobre una diminuta mesa con ojos rojos y cara de haber dormido fatal. Cuando me ve pasar me dice, sin desviar la mirada de sus sms, hello my friend!. El saludo me encanta, tiene ritmo.

Mientras me lavo las manos la observo a hurtadillas y la veo encogida, concentrada en su móvil, como si estuviera esperando algo importante.

El primer día, no llevaba el bolso y no dejé nada. Subí las escaleras esperando el resoplido, pero la oí decir con buen humor, bye bye my friend!.

Desde entonces la visito de vez en cuando y la observo antes de bajar, desde las escaleras. Siempre la encuentro recostada, con el teléfono entre las manos, esperando algo que no acaba de llegar. Cuando salgo, le dejo una moneda y si me vuelvo rápidamente, ya no la veo en el plato. Ha aprendido bien la parte más importante del negocio.

Me mira despreocupada y me dice otra vez cantando, thanks my friend.

martes, 19 de octubre de 2010

Una ceremonia chií, junto a la catedral de Colonia.


Thilo Sarrazin, destapó con su libro “Alemania se suicida” la caja de los truenos y abrió un debate enterrado en Alemania durante décadas sobre el multiculturalismo y sus consecuencias sociales, políticas y económicas.

Después de sus nefastas declaraciones, el tema de la inmigración en Alemania ha vuelto a ser TEMA. Hasta Angela Merkel, quién puso el grito en el cielo y presionó para conseguir la destitución de Sarrazin de su cargo en el Bundesbank, se atreve a nombrar lo que había sido “innombrable” y asegura que el modelo “multikulti” ha sido un fracaso. El que llegue a nuestro país, debe adaptarse a nuestra cultura judeo-cristiana, dice eligiendo muy bien las palabras y el destinatario.

Y hoy, más de lo mismo. Mientras hacía unas patatas en salsa verde, que olían a gloria, veo que el tema en cuestión, abre el telediario de la noche. Carnaza para el pueblo, vamos a ver si el descenso de popularidad de la canciller Merkel, resucita con esta estrategia populista. Mientras añado un poco más de perejil al plato, me encomiendo al cielo.

Pero qué pasa en la calle mientras los políticos van subiendo la temperatura del debate con afirmaciones que rozan lo intolerable en un país con cerca de cuatro millones de musulmanes? Pues las cosas parecen estar en paz y cada grupo tener su lugar. Y si no lo creen, aquí tendrán la prueba de que lo que digo es cierto.

El domingo pasado, junto a la plaza de la catedral, me topé con un grupo numeroso de hombres vestidos con túnica y bombachos negros. Aquel encuentro inesperado me dejó sin habla, así que frené en seco y les miré disimuladamente, intentando adivinar su procedencia. En la esquina opuesta, se habían reunido sus mujeres, también de negro y con el velo islámico, algunas de ellas con niqab, pero curiosamente con los pies descalzos. Normalmente las mujeres que llevan esta prenda sólo dejan ver sus ojos y cubren perfectamente pies y manos. Me costó un buen rato enterarme de dónde venían y qué hacían, hasta que una de ellas me explicó en un alemán sin acento, que eran pakistaníes y que estaban celebrando una ceremonia religiosa, guardaban luto por el Imán Alí.

Desde varios puntos, la policía controlaba la situación dando toda serie de explicaciones al que se atrevía a preguntar. Miré a un lado y a otro y vi la catedral al fondo, aquello me pareció un cóctel cultural inexplicable. Me quedé ensimismada, recordando mi vida cuando era el canto del muecín el que me despertaba cada día. Mientras tanto, empezaba el ritual chií.

Para entonces, los hombres se habían descubierto el torso y comenzado a hacer movimientos rotatorios con los brazos, golpeándose en el vaivén, el pecho.

La gente, arremolinada para ver de cerca el espectáculo, sin risas, ni bromas, escuchaba en absoluto silencio el eco estremecedor que producían aquellos golpes, como si en vez de manos tuvieran enormes palas. Les miré uno a uno, la piel roja, amoratada, debía picar lo suyo, me pregunté hasta dónde llegarían en su flagelación. Miré sus espaldas, la mayoría la tenían cubierta de pequeñas cicatrices profundas, no quise ni pensar que fueran a llegar tan lejos. Mientras, seguían cantando, rezando, girando. Después de un rato, me parecieron más de otro mundo que de éste.

Y siguieron con el ritual, paseando el altar del mártir Ali Ibn Abi Talib por todo el barrio. El público les seguía solemne, preguntando a veces, participando otras, sin ruidos, ni protestas ni escándalos. Y me reafirmé en la idea, pese a quién pese, de que Alemania es un buen lugar para ser quien eres.

viernes, 8 de octubre de 2010

Azúuuuuuuucar

El primer día llegué tarde, cosas de la vida y del transporte y cuando abrí la puerta y me encontré con todas aquellas miradas desganadas, el primer escalofrío me recorrió el cuerpo. Aquello no parecía un curso, sino un entierro.

No sé si se debía a la solemnidad de la primera clase, a las inclemencias del tiempo o al último escándalo político, pero el caso es que todos me miraron de soslayo sin dejar escapar ni media sonrisa, como si tuvieran miedo de que el alma se les fuera por algún resquicio.

El chasco fue tremendo. Apenas hacía unas semanas que había retomado otro curso, el de inglés y me había tocado el mejor grupo que hubiera podido imaginar, con una figura estrella, un productor de teatro, hipérbole de la femineidad, que además de hablar un inglés perfecto, me resultó el personaje más divertido y excéntrico con el que yo me haya topado en esta ciudad.

A medida que el nuevo curso fue avanzando, nos fuimos conociendo y entre pausas entablé conversación con una mujer de voz tan ligera y aterciopelada que contrastaba enormemente con su fuerte complexión. El primer día la había visto resolver prácticas sencillas con mucha dificultad y se me ocurrió pensar, que con esos ademanes delicados y esa voz envolvente podría ganar mucho más dinero con cualquier actividad que pudiera realizar detrás de algún teléfono. Me pregunté cómo sería su vida, su trabajo, su casa o sus amigos.

Una tarde se me acercó algo tímida y me dijo en un castellano perfecto, -¿entonces tú hablas español, no?-, aquella sencilla frase me dejó atónita y la miré como si de una aparición se tratara.

Me contó, sin error alguno, que se había ido a Cuba para estudiar español y aprender a bailar salsa y que había vivido allí seis meses. Me dejó fascinada el remango de aquella mujer madura que había decidido poner tierra por medio para aprender a contonear el trasero y a decir “un mojito, por favor” sin acento alguno. Pero lo que más me cautivó fue que hubiera sido capaz en tan poco tiempo de aprender el idioma con una fluidez extraordinaria y un perfecto y rítmico acento cubano. Lo tuyo son los idiomas, le dije con la boca abierta y también pensé, esto sin decirlo, “deja la informática”.

Aquel día regresé a casa pensando que allí había gato encerrado y que semejante progreso con un idioma sólo podía deberse a una cosa, amor. Desde aquel día, la miré con otros ojos y me divirtió comprobar, como tantas otras veces, las sorpresas que a veces se ocultan tras una insípida fachada.

Y cuando el curso tocó a su fin, caminamos juntas por el Ring de camino al centro de la ciudad. Y entonces me descubrió lo que yo imaginaba. Tenía un novio cubano, un “jovensssito” se rió, al que visita varias veces al año y que no ha conseguido traerse a Alemania, la policía, contó, parece que no está dispuesta a conceder un visado a un muchachito sin arraigo en Cuba, dicen que es el candidato perfecto para la inmigración ilegal. -Y ¿tú? le dije, ¿no quieres cambiar esta lluvia taladrante por el mar del Caribe?-. No, no, aquello está…¿cómo se dice? muy retrasado, concluyó.

Y en aquella esquina nos despedimos con un abrazo muy cariñoso, de esos que sólo pueden dar los que han conocido el sur, luego me alejé con pasito salsero, cantando aquello de "noooooo, no hay que lloraaaaar, pues la vida es un carnaval y es más bello vivir cantandoooooooo..."



*la foto de la entrada es de un mural en la pared de un bar de Colonia que viene a decir, "el amor muere a los 60 grados"

jueves, 23 de septiembre de 2010

de Colonia, de perros y otras hierbas.

Hallooooohalloooooohalloooooooooooo, gritó alguien a lo lejos.

Como apenas había gente, pensé que aquella llamada podría ser para mí, pero no sé por qué, no me dio la gana darme la vuelta, o quizá lo sé, odio que me griten holaaaaaaaaaa para llamar mi atención y más a esas horas de la mañana. Así que continué caminando hasta que aquella voz histérica se acercó tanto que no me quedó más remedio que darme la vuelta.

Me encontré con una mujer de mediana edad y mejillas rojas, que llevaba un turbante mal enrollado del que caía una madeja de pelos rubios secos y que se hacía acompañar por un perro miniatura que apenas le llegaba al tobillo.

-Su perro ha "cagado" en el césped, me dijo a modo de saludo matutino.

-Ya, fue lo único que pude decir ante semejante descubrimiento.

-Levántelo entonces, me dijo.

-Ya lo he hecho, le contesté tranquilamente (mientras mentaba a su madre por lo bajito).

-Nooooooo, no lo ha hecho, me dijo con cara de listilla intentando pillarme en un renuncio.

Me dejó atónita la seguridad de su respuesta y me pareció que aquello se podía convertir en una discusión absurda con una loca que no sabía lo que decía, así que opté por explicarle amablemente, que hacía apenas dos minutos que había levantado de la esquina opuesta las porquerías o "cagadas", si lo prefería, de mi perro.

-Noooooooo, puso los ojos en blanco, su perro acaba de agacharse aquí mismo y la "cagada" debe estar por aquí.

-Pues se habrá agachado, pero para echar una meadilla, le aclaré.

-Noooooooo, su perro ha "cagado" en el césped, dijo mientras cerraba y abría los ojos a velocidad de vértigo.

-Me pareció que aquella tarada no se iba a dar por vencida, conozco a las de su especie.

-Bueeeeeno, resoplé, pues dígame donde está la mierrrrrda, o si lo prefiere, le muestro el paquetito que acabo de depositar en la papelera, y lo puede echar un vistazo, olerlo, analizarlo, no sé, lo que usted prefiera.

-Ni corta ni perezosa, agachó la cabeza dispuesta a encontrar en el césped la prueba que sería suficiente para montarme un circo de escándalo e incluso echarme de la ciudad. No tuvo éxito.

-Vaya, me dijo entonces con una sonrisita de lo más entusiasta, parece que me he equivocado, los perros se agachan y uno, en la distancia, no puede distinguir realmente lo que están haciendo. A “nosotros” nos gusta mantener la zona limpia, ya me entiende usted. Mi perro, dijo señalando a su miniatura, es tan poca cosa que le dejo andar suelto, total, sus cagaditas ni ensucian ni molestan.

-Ya, le dije agradeciendo tremendamente esta lección de urbanidad. Y me fui ligera, muy ligerita, recordando que a los locos hay que darles siempre la razón.