martes, 30 de agosto de 2011

De baños de señoras y de vibradores.



Los cuartos de baño de algunos locales guardan sorpresas inesperadas, que pueden convertir una corta visita en una experiencia reveladora sobre las costumbres de un país.

Mi primer descubrimiento, hace ya muchos años, fue en una discoteca de moda del Distrito Federal, México lindo y querido.

El local, que estaba muy de moda, tenía un espacioso baño decorado como un salón de té barroco, con sillones tapizados en terciopelo burdeos y grandes espejos con floridas molduras de madera dorada.

Estaba custodiado por dos señoras de bata blanca que vigilaban un arsenal de perfumes, tabacos, caramelos y otros chuches del que cualquier mujer podía disponer con moderación. Aquel santuario estaba muy frecuentado, sobre todo a altas horas de la madrugada. Parecía ser el lugar más adecuado para bajarse de los tacones, tomar aire o recuperarse de los excesos del tequila antes de volver a casa.

Desde esa primera vez en la que comprendí que había baños mucho más interesantes que los que yo había visto hasta entonces en los bares de Bilbao, me he topado con otros que no he olvidado, o bien porque parecieran reconfortantes spas de lujo, o porque dispusieran de accesorios, artilugios o servicios que llamaran mi atención.

Y ya puestos en antecedentes paso a confesar que el último baño de señoras que descubrí me dejó con la boca abierta y no precisamente porque me deslumbrara su pompa y glamour, sino por el insólito accesorio que me encontré junto a los lavabos.

El Café Waschsalon se encuentra en la calle comercial más concurrida de Colonia, la Ehrenstraße. Es un bar animadísimo, ideal para hacer una pausa entre compras, tomarse una cerveza y picar algo en la terraza. Tiene un personal encantador y lo frecuenta gente de todo tipo.

Pues bien, el otro día y después de haberme tomado un shiraz con una deliciosa currywurst, me levanté al baño, asunto irrelevante si no fuera por mi descubrimiento. Junto a los lavabos me acababa de encontrar una máquina expendedora que parecía decir: “vibradores”.

Me puse las gafas y me acerqué. Sí, había leído bien, por dos monedas de dos euros podías hacerte con un minivibrador con distintos acabados, texturas y protuberancias. Se me escapó una sonrisa maliciosa que tuve que contener cuando entro una mamá joven a cambiar a su niña que se había puesto perdida de chocolate.

Todavía no había salido cuando entraron un par de amigas de unos 20 años seguidas de una señora que podría ser su madre. Había algo que no me cuadraba, la máquina con el local. Me pregunté cual sería el target del producto y si de verdad hacían caja con él.

El asunto me rondó por la cabeza durante la tarde, así que quise indagar y llamé a Ph. y J., colonienses y mucho más jóvenes que yo. Supe que esas máquinas no eran habituales. Y además me hicieron una revelación que me provocó una carcajada. En muchas gasolineras, en los baños de hombres, hay expendedoras de vaginas de látex. Otro asunto para más adelante.

Aquí os dejo la dirección del bar, por si alguna se sienta a tomar un refrigerio y a los postres siente furor uterino, o le urge una descarga de adrenalina o así sin más, le apetece montártelo por libre. Ya sabes, 2x2 euros y a disfrutar. Tímidas abstenerse, la máquina está junto a los lavabos y el baño tiene mucho tráfico.

Café Waschsalon
Ehrenstraße, 77
Colonia

jueves, 25 de agosto de 2011

del regreso de Samos y de Air Berlin


Ayer me despedí de la isla griega de Samos y de unas semanas de calma y sol. De aguas de todos los azules y cielos claros, de pequeños pueblos escalonados en las montañas, de los  manteles de cuadros, del ouzo y del café dulce con posos, de las tertulias a las puertas de las casas y de las mujeres de luto. Días de reposo con tiempo para perder y recuperarse de un frío verano en la Colonia Agrippinensis.

Del viaje, ya iré contando.

Llegué al aeropuerto con una temperatura que me había tenido aplanada durante todo el día, pero que disfruté con el convencimiento de que iba a pasar mucho tiempo hasta que el calor me hiciera protestar de nuevo.
En la entrada de la terminal había una pareja de turistas, borracha. De aspecto relativamente normal, luchaban por mantener la cabeza erguida y tenían pinta de haberse pasado el día -y la noche anterior- celebrando a lo grande. La cosa no tendría mayor importancia si no hubieran tenido con ellos a su hijo de unos 5 años que no hacía más que enredar en el bote de basura y beberse -previo consentimiento de papá- los restos de refresco que encontraba en las botellas.

Seguí hasta el mostrador de Air Berlin, donde ya estaban repartiendo malas noticias. Nuestro vuelo tendría un retraso de 3 o 4 horas. Estaba visto que la providencia empezaba a jugar sus bazas.

Este retraso suponía llegar a Berlín de noche y sin tiempo para conectar con el vuelo a Colonia. Lo peor es que me iba a tocar esperar en un aeropuerto pequeño y nada preparado para la diversión o la compra compulsiva de perfumes o barras de labios.

¿Y por qué justamente nuestro vuelo? -me pregunté morada de envidia cuando los demás aviones continuaban su camino. La mala racha comenzó ya en Berlín, contó más tarde el capitán. El avión con destino a Samos tuvo que aterrizar inmediatamente después del despegue, porque el ordenador de a bordo no funcionaba. Como llevaban el depósito lleno, tuvieron que sobrevolar la ciudad hasta que el consumo de gasolina permitiera un aterrizaje seguro y perdieron mucho tiempo.

Cambiaron de máquina y partieron de nuevo. Cuando los pasajeros –incluido el gafe- ya habían olvidado el susto, volvieron a cruzar los dedos, porque en el momento del aterrizaje en Samos, se apareció una cabra que andaba perdida y el piloto tuvo que abortar la maniobra a pocos metros de la pista. El que haya vivido esto sabe que el susto es sensacional. Yo, que estaba sentada matando el tiempo en la terminal, me pregunté que serían esos aspavientos de un grupo de pasajeros que se apelotonaban en los ventanales de la sala de embarque y miraban atónitos la pista.

Subí al avión ajena a todos estos percances y no me hubiera enterado nunca si el capitán no hubiera sido tan dicharachero.

El vuelo de regreso fue tranquilo y el avión aterrizó a las 11 de la noche en Berlín. Entonces pasó algo que me hizo pensar que el gafe estaba entre nosotros, porque pasaba el tiempo y las puertas del avión no se abrían. Los operarios del aeropuerto –dijo de nuevo el capitán- no se habían enterado de que ya estábamos en la pista y por tanto no habían colocado la escalera de salida.

Ahí sí me preocupé. ¿Cómo era posible que el aeropuerto no supiera que acabábamos de aterrizar?, ¿cómo habíamos llegado hasta allí?, ¿fuera del radar, despistando a los controladores, o invadiendo sin permiso el espacio aéreo? Estas preguntas y otras quedaron sin contestación, porque el mostrador de Air Berlin ya había cerrado. Afuera esperaba un chófer de la compañía con cara de yo-no-tengo-culpa-de-nada que nos trasladó al hotel.

A ver si el consejero delegado de Air Berlin, Joachim Hunold, saca al gafe antes de retirarse del cargo en septiembre. En el próximo mostrador, haré la sugerencia.