El Globo es uno de mis bares favoritos de Bilbao. Tiene un ambiente acogedor, sin pretensiones, buenos vinos y una estupenda selección de pintxos con mucho sabor vasco. Recomiendo el gratinado de bacalao, o la tortilla de patata, la hacen muy bien.
En estos días fríos me gusta sentarme dentro, en la mesa junto a la ventana y observar la boca del metro y el continuo ir y venir de gente. Antes de que se pierdan para siempre, les miro de arriba abajo e intento adivinar de qué barrios o pueblos vienen, o cualquier otra característica interesante que revele su aspecto.
Muchos me sorprenden por su estudiado y perfecto atuendo, no se les puede sacar una falta, quizá lo único que juegue en su contra sea una cierta ausencia de atrevimiento en el vestir, les falta ese algo “descarado” que se ve en ciudades más cosmopolitas. Creo que si les viera en cualquier aeropuerto del mundo, sabría desde lejos, que son vascos.
Veo pasar a una chica mulata de pelo ensortijado y trasero prieto, muy guapa. Lleva un papelito en la mano, podría ser una dirección. Se la ve perdida, mirando los edificios a derecha e izquierda, va a una entrevista de trabajo me digo cuando le miro las playeras, algo destronchadas.
En la puerta del bar hay algunas cuadrillas que, a pesar de las frías temperaturas, prefieren tomarse el vino fuera. Muchos están con niños, aprovechando que es una zona peatonal y pueden correr sin peligro. Miro a esos niños y me parecen tan típicos de aquí como las trufas de Arrese, creo que deberían tener derecho a la denominación de origen. Esas niñas con enormes lazos de raso en el pelo y vestiditos cortos con leotardos y merceditas, las más pequeñas, muy monas, las mayores muy cursis.
Parecería que la crisis no hubiera llegado nunca a este barrio, si no fuera por el afilador de cuchillos que está trabajando junto a la boca de metro. Le miro sorprendida, no recuerdo haber visto nunca uno en la ciudad. El hombre tiene aparcada una moto en la barandilla y hace girar la piedra afiladora a golpe de motor. Pasa por los bares y restaurantes de la zona y afila sus cuchillos, parece que ha recuperado un oficio del cual todavía se puede vivir, bravo.
Pago la cuenta y salgo. No llueve, qué milagro.
En estos días fríos me gusta sentarme dentro, en la mesa junto a la ventana y observar la boca del metro y el continuo ir y venir de gente. Antes de que se pierdan para siempre, les miro de arriba abajo e intento adivinar de qué barrios o pueblos vienen, o cualquier otra característica interesante que revele su aspecto.
Muchos me sorprenden por su estudiado y perfecto atuendo, no se les puede sacar una falta, quizá lo único que juegue en su contra sea una cierta ausencia de atrevimiento en el vestir, les falta ese algo “descarado” que se ve en ciudades más cosmopolitas. Creo que si les viera en cualquier aeropuerto del mundo, sabría desde lejos, que son vascos.
Veo pasar a una chica mulata de pelo ensortijado y trasero prieto, muy guapa. Lleva un papelito en la mano, podría ser una dirección. Se la ve perdida, mirando los edificios a derecha e izquierda, va a una entrevista de trabajo me digo cuando le miro las playeras, algo destronchadas.
En la puerta del bar hay algunas cuadrillas que, a pesar de las frías temperaturas, prefieren tomarse el vino fuera. Muchos están con niños, aprovechando que es una zona peatonal y pueden correr sin peligro. Miro a esos niños y me parecen tan típicos de aquí como las trufas de Arrese, creo que deberían tener derecho a la denominación de origen. Esas niñas con enormes lazos de raso en el pelo y vestiditos cortos con leotardos y merceditas, las más pequeñas, muy monas, las mayores muy cursis.
Parecería que la crisis no hubiera llegado nunca a este barrio, si no fuera por el afilador de cuchillos que está trabajando junto a la boca de metro. Le miro sorprendida, no recuerdo haber visto nunca uno en la ciudad. El hombre tiene aparcada una moto en la barandilla y hace girar la piedra afiladora a golpe de motor. Pasa por los bares y restaurantes de la zona y afila sus cuchillos, parece que ha recuperado un oficio del cual todavía se puede vivir, bravo.
Pago la cuenta y salgo. No llueve, qué milagro.