martes, 28 de febrero de 2012

Barrios de Colonia: Ehrenfeld

 Ehrenfeld es uno de esos típicos barrios de Colonia que suena por dos motivos. Uno, por su numerosa comunidad turca y su magnífica mezquita en construcción y el otro, por la proliferación de teatros alternativos, talleres de artistas, cafés y restaurantes de diseño.

Cuando quiero escaparme un rato de la rutina, me acerco a respirar esa atmósfera que me recuerda, salvando las distancias, al de las calles comerciales de El Cairo, llenas de colores vibrantes, ropa imposible, desorden y ruido.

La calle Venloer es la arteria que lo atraviesa, un auténtico hervidero de pequeñas tiendas, locales de comida rápida, pastelerías de empalagosos dulces árabes, peluquerías y manicuras, todos ellos reivindicando a gritos su carácter turco.

Esta comunidad importa gran parte de lo que consume de Turquía, algo que se nota nada más entrar en alguna de las tiendas de gestión familiar. Recorrer los pasillos e intentar buscar un producto que te sea familiar es un juego que requiere de gran pericia. Estamos en dominios turcos y allí se habla y se vive en turco. Junto al típico yogur original que ya se vende en otras tiendas de la ciudad y que es delicioso, uno puede encontrarse con cualquier cosa, desde gominolas, almendras, queso, carne precocinada, agua mineral de nombre impronunciable o misteriosos envases de huevos de dos yemas, hasta enormes fajas, zapatillas floreadas, sartenes o cabello postizo de un rabioso color rubio cobrizo.

Hay tiendas de exuberantes colchas y porcelana dorada, escaparates con muñequitas de sonrisa pícara recién llegadas de Estambul, librerías especializadas en material escolar y coranes y peluquerías tan exóticas que no podrían sobrevivir en ningún otro barrio de la ciudad, llenas de mujeres de ojos grandes y cabello ensortijado.

Pero Ehrenfeld no es sólo esto. Si uno se adentra en una de las pequeñas calles transversales a la Venloer, el mundo se presenta de otra manera, volvemos al orden, pero a un orden con gracia, con un cierto flair parisién. Hay pequeños cafés, cálidos y acogedores, donde tomar un espresso con algún dulce casero es un placer que no ofrece el Starbucks. Licorerías con cientos de aguardientes, vinotecas o cigarrerías, restaurantes alfombrados, iluminados con vibrantes lámparas, espejos y mesas madera, para degustar un menú limitado pero fresco.

Esto es lo genial del barrio, esa convivencia de culturas dispares, donde cada una ha encontrado su sitio y se ha representado a su manera, en una especie de performance callejera. Un paseo y una cena de fin de semana, es totalmente recomendable.

viernes, 3 de febrero de 2012

De zapateros y problemas cotidianos


En mi primera época en Colonia tuve un zapatero remendón especialista en pelearse con todo aquel que tuviera la desdicha de caer en su tienda. Joven y medio guapo, con camiseta ajustada y pelo a lo Elvis, era un típico representante de ese género que siempre cree tener razón. Si a esta característica le añadimos que tenía un humor de perros, el tipo se convertía en un petardo insoportable.

Era casi imposible dejarle un par de zapatos sin que encontrara un motivo para ponerte reparos o hacerte quejas. A la primera de cambio te lanzaba cualquier comentario desagradable, viniera a cuento o no. No había manera de contentarle con nada, posiblemente porque él mismo encontraba su oficio tedioso.

Si no pagabas por adelantado la armaba, y si querías las tapas más finas o más gruesas de lo que él se imaginaba, la armaba también. Con los plazos de entrega era imposible ponerse de acuerdo y si se te olvidaba el recibo para recoger tu calzado, se ponía del revés. El pobre diablo no llegaría a los 30 años y ya arrastraba una frustración que me parecía le iba a costar muchos disgustos.

El día que no tuve ganas de verle la cara y le pedí a P. que recogiera los zapatos por mí, comprendí que debía cambiar de zapatero.

Descubrí una alternativa en la galería del Neumarkt, justo en la planta baja, la que lleva a la boca del metro por un lado y a la entrada de Karstadt por el otro. En esa planta hay unos cuantos restaurantes de comida rápida, supermercados, alguna cafetería y pequeños negocios de arreglos y otros apaños.

Llegué con un par de cinturones que necesitaban unos agujeros más. Me costó encontrar a su dueño, escondido como estaba detrás de varios expositores de plantillas, un cargamento de zapatos usados y una máquina para el copiado de llaves.

Alto y robusto, de aspecto y acento turco, tenía una de esas lustrosas barrigas que preceden a comedores voraces. Me saludó simpático y enseguida entendió el encargo, que me devolvería en unos minutos, dijo. Se puso manos a la obra usando un taladro, pero como uno de ellos tenía un cuero muy grueso, al agujero había que añadirle un corte para facilitar la entrada del gancho de la hebilla. Sacó una navaja multiusos del bolsillo trasero y ayudándose de un martillo, consiguió hacer las incisiones. Yo le observaba con cara de susto, pensando que si se le iba la mano iba a rajar el cinturón de lado a lado.

Los trajo de vuelta al mostrador dejando ver un enorme anillo de oro en el dedo meñique. Cuando hice ademán de pagar me dijo con un gesto rápido: - no, no es nada. Muchas gracias, le dije agradecida, me ha hecho usted un favor. Nada, nada, cuando se los ponga se acuerda de mí, me despidió.

La idea de inmortalizar al zapatero en la cintura de mis pantalones no me dejó muy satisfecha, pero reí la ocurrencia encantada con mi hallazgo.