viernes, 3 de febrero de 2012

De zapateros y problemas cotidianos


En mi primera época en Colonia tuve un zapatero remendón especialista en pelearse con todo aquel que tuviera la desdicha de caer en su tienda. Joven y medio guapo, con camiseta ajustada y pelo a lo Elvis, era un típico representante de ese género que siempre cree tener razón. Si a esta característica le añadimos que tenía un humor de perros, el tipo se convertía en un petardo insoportable.

Era casi imposible dejarle un par de zapatos sin que encontrara un motivo para ponerte reparos o hacerte quejas. A la primera de cambio te lanzaba cualquier comentario desagradable, viniera a cuento o no. No había manera de contentarle con nada, posiblemente porque él mismo encontraba su oficio tedioso.

Si no pagabas por adelantado la armaba, y si querías las tapas más finas o más gruesas de lo que él se imaginaba, la armaba también. Con los plazos de entrega era imposible ponerse de acuerdo y si se te olvidaba el recibo para recoger tu calzado, se ponía del revés. El pobre diablo no llegaría a los 30 años y ya arrastraba una frustración que me parecía le iba a costar muchos disgustos.

El día que no tuve ganas de verle la cara y le pedí a P. que recogiera los zapatos por mí, comprendí que debía cambiar de zapatero.

Descubrí una alternativa en la galería del Neumarkt, justo en la planta baja, la que lleva a la boca del metro por un lado y a la entrada de Karstadt por el otro. En esa planta hay unos cuantos restaurantes de comida rápida, supermercados, alguna cafetería y pequeños negocios de arreglos y otros apaños.

Llegué con un par de cinturones que necesitaban unos agujeros más. Me costó encontrar a su dueño, escondido como estaba detrás de varios expositores de plantillas, un cargamento de zapatos usados y una máquina para el copiado de llaves.

Alto y robusto, de aspecto y acento turco, tenía una de esas lustrosas barrigas que preceden a comedores voraces. Me saludó simpático y enseguida entendió el encargo, que me devolvería en unos minutos, dijo. Se puso manos a la obra usando un taladro, pero como uno de ellos tenía un cuero muy grueso, al agujero había que añadirle un corte para facilitar la entrada del gancho de la hebilla. Sacó una navaja multiusos del bolsillo trasero y ayudándose de un martillo, consiguió hacer las incisiones. Yo le observaba con cara de susto, pensando que si se le iba la mano iba a rajar el cinturón de lado a lado.

Los trajo de vuelta al mostrador dejando ver un enorme anillo de oro en el dedo meñique. Cuando hice ademán de pagar me dijo con un gesto rápido: - no, no es nada. Muchas gracias, le dije agradecida, me ha hecho usted un favor. Nada, nada, cuando se los ponga se acuerda de mí, me despidió.

La idea de inmortalizar al zapatero en la cintura de mis pantalones no me dejó muy satisfecha, pero reí la ocurrencia encantada con mi hallazgo.

2 comentarios:

Demián dijo...

Lo pensé siempre: hay personas que merecen ser "metidas en cintura", y ahora veo que hay otras para ser recordadas en la cintura. Variopinto mundo que nos obliga a pensar que zapatos poner para pisarlo y cuánto hemos de ajustarnos el cinturón... siempre que disponga de suficientes agujeros.
Un abrazo

Arabella dijo...

Normalmente a la gente amargada lo que más le amarga es la alegría de los demás, por eso están siempre dando la vara. Verás que cuanto más les sonríes más se les amarga la cara... Yo lo hago a menudo sólo por verlo! jajajajj