lunes, 2 de abril de 2012

Davide, el peluquero.

Conocí a Davide por casualidad mientras esperaba en la calle a alguien que llegaba con retraso. Pasé el rato observándole a través del gran escaparate de su peluquería en el barrio belga de Colonia. Muy pequeño, delgado pero musculoso, con camiseta blanca de tirantes, vaqueros negros y botas de militar; el pelo corto, rapado.

La peluquería tenía sólo un sillón donde atendía a una clienta que me pareció moderna y con estilo. Hablaban poco mientras él le retocaba una larga y ondulada melena trigueña.

Como había tenido mala suerte con el último corte de pelo y Marcel, me habían dejado una ridícula coronilla que más parecía el trasero de un pato que una melena, decidí entrar y pedirle una cita para que me arreglara aquella estupidez.

Lo siento, pero tengo una agenda muy apretada, si quieres puedes llamar a este amigo mío, me dijo nervioso tendiéndome una tarjeta. Este inesperado recibimiento me dejó con la boca abierta y no sé ni como tuve el valor de insistir, eso sí, con la mejor de mis sonrisas, de que fuera él y no su amigo quien me atendiera. La clienta, para apoyar, se giró en su asiento y me dijo señalándole, Davide es bueno, muy bueno.

A Davide no le quedó más remedio que soltar las tijeras y darme un número de teléfono de la centralita que le organizaba su agenda. No lo hago yo, me aclaró, me pone nervioso interrumpir mi trabajo para hacer citas.

No le llamé hasta pasadas varias semanas. El secretario me preguntó si era clienta y si no, quería saber quien me lo había recomendado. No me vi con ganas para repetir la historia completa, así que abrevié con una respuesta fácil que no generara más preguntas.

Cuando llegué a mi cita me tocó esperar. Davide estaba rapando una cabeza cana, pero me recibió con una sorprendente y encantadora sonrisa. Fue su amigo, el otro peluquero, el que hizo las veces de anfitrión. Muy amable, me trajo un café y charló conmigo de coches, motos y otros temas que le debían interesar a él más que a mí. Davide y él se miraban mucho a través de los espejos, me pregunté si serían novios.

Davide resultó ser italiano y un tipo mucho más humano de lo que se había empeñado en parecer. Me escuchó serio mirándome a los ojos, sin interrumpir. Me miró por delante y por detrás, de perfil y de frente y me dijo, los peluqueros cometen tantos desastres porque no saben escuchar. Debía tener razón.

Nada más coger las tijeras entramos en conversación y se excusó por el recibimiento del primer día. Me aclaró que no soporta que le entren desconocidos en la peluquería, no lo sopoooooorta. Le sugerí que si ese era el problema, podía probar a trasladarse a una cabaña al monte, allí seguro que no le encontraría nadie. Me miró atónito y soltó una serie de carcajadas contagiosas, mientras se retorcía con la cara encendida dándome golpecitos en el hombro con la mano que sostenía la tijera. En cuanto se sintió seguro se soltó y me contó algunos capítulos se su vida que me hizo presagiar que Davide era un tipo tierno, pero de lo más extravagante. Así estuvimos parte de la tarde, conversando a través de los espejos.

Cuando acabó me miró encantado con el resultado, yo también lo estaba. Me abrazo con fuerza y me retuvo un buen rato. Me agradeció la charla, ha sido muy interesante hablar contigo me dijo mirándome de nuevo a los ojos y dejando caer un montón de chocolatinas en el bolsillo.